Hace muchos años, luego de una pausa de muchos meses en mi entrenamiento de Karate-Do, busqué algo con qué reemplazarlo y llegué al Aikido.

Encontré este dojo cerca de mi oficina y fui a ver una clase. Llegué, me senté y puse atención a todo lo que sucedía. Mi mente, de manera inmediata, comenzó a crear una larga lista de comparaciones entre Karate-Do y Aikido. Este tipo de pensamientos plagaron mi mente:

«Mira nada más. El Karate sí es de hombres. Estos tipos sólo brincan tantito y ya están sudando y lloriqueando.»

«En Karate sí nos golpeamos de verdad. Me rompí la naríz varias veces y aquí en Aikido sólo bailan de un lado al otro.»

«Rodar en el piso. Qué basura. En Karate aprendí a golpear y demostrar fuerza y determinación. Estos son demasiado suaves para mi.»

«Ahora están de rodillas moviendo sus manos. ¿Para qué? En Karate sí había fuerza. La única vez que uno termina de rodillas en Karate es cuando te descuidas y recibes un golpe al estómago»

Aun con todos estos pensamientos, algo en mi mente se sintió atraído hacia esta nueva disciplina marcial. Así que terminando de ver esa clase, me inscribí.

Al día siguiente acudí al dojo para mi primer entrenamiento. Me vestí con mi ropa de deportes (aun no tenía uniforme), y entré a la clase.

Luego de unos 10 segundos me di cuenta de lo difícil que es el Aikido, la gran fortaleza física que requiere y lo suave que es el Karate-Do comparado con él. Durante las 2 horas de clase caí al suelo unas 50 veces, intenté moverme al igual que los demás (sin éxito) y mis pulmones estaban a punto de estallar.

Al terminar la clase entré en una especie de mini depresión al darme cuenta de que no sabía nada y que tenía que entrenar por años para alcanzar el ritmo de los estudiantes avanzados. Todo el tiempo, desde la adolescencia, entrenando Karate-Do no me sirvió de nada y estaba de regreso en el cuadro 1.

Esa fue una muy grande lección de humildad. No era el mejor, mis medallas no me servían, mis movimientos furiosos y rápidos los debía olvidar, tenía que aprender a caminar de nuevo y además tenía que sentir respeto por mis hermanos mayores (senpai en japonés o compañeros de grados avanzados).

La humildad, como mucho de los valores que necesitamos aprender, normalmente llega con un momento así. Alguien más nos demuestra con casos prácticos que somos ignorantes y que nos falta mucho por aprender. Eso, necesariamente, nos hace reflexionar y dejar el orgullo de lado para enrrollanrnos las mangas de la camisa y ponernos a trabajar… claro, si somos inteligentes.

En budismo, la humildad es uno de los tres principales valores que nos llevan a una vida tranquila o nibbana.

La humildad nos permite ver la realidad como es, reconocer el éxito de los demás y, de forma objetiva, nos enseña nuestro lugar en el universo.

No importa que hayamos puesto hombres en la luna, que tengamos una estación espacial o que controlemos el clima. Siempre hay fuerzas mucho mayores con las que tenemos que vivir en armonía y es necesario que sepamos reconocerlo.

Ser arrogantes, orgullosos y tener actitud presumida nos pone en un estado mental negativo y nos ciega para reconocer el esfuerzo y trabajo de los demás.

Cuando somos humildes nuestra actitud hacia las personas cambia y se convierte en un factor de cómo seremos tratados. También nos prepara para aceptar la derrota cuando llegan experiencias difíciles a nuestras vidas.

Aprender humildad es todo un arte y, en algunas personas, se convierte en una lección que se tiene que aprender día con día.

¿Ustedes han tenido experiencias que les enseñan humildad? Piensen en ellas y recuerden todo lo aprendido.

Hoy es un buen día para aprender esa lección.

Nota choco budista: Practicar humildad y estar atento a ello, pertenece al Camino Óctuple al cumplir con Visión Correcta, Intensión Correcta y Acción Correcta.

Al reconocer los éxitos de los demás y que hay fuerzas mucho más poderosas que nosotros nos vuelve compasivos. Esto es parte de una práctica de Amor Gentil hacia el universo.