Sé que no hablo mucho de esto en Chocobuda, pero soy corredor de toda la vida. Desde joven siempre complementé mis artes marciales con la carrera, aunque nunca me enfoqué a correr tanto como en estos últimos 24 meses.

Luego de una pausa de varios años, reinicié en una forma más seria. Comencé corriendo en una pequeña calle y con el paso del tiempo necesité cubrir más distancia.

Y más distancia significa correr por las calles de la ciudad; lo que se convierte para mi en un ejercicio de observación de la vida urbana.

Si hay algo que me sorprende día a día al salir, es el ego tan grande que tenemos.

Al ver cómo conducen sus autos, me queda claro que el ego es un veneno enorme para las personas.

Alguien amable y lindo se puede convertir en un monstruo horrendo cuando está tras el volante, que viola todas las leyes posibles y está dispuesto a todo con tal de que su ego llegue a su destino.

Y con todo me refiero a que el asesinato es una opción cuando el reloj o el tráfico está en su contra.

¿No me crees? Una de las acciones más comunes de los conductores es echar lámina o aventar el coche, frases en castellano mexicano que implican utilizar el automóvil como ariete para pasar antes que los demás.

Y un ariete es un arma, no importa cómo se quiera ver. No es secreto que portar un arma cambia la psicología del individuo, volviéndolo prepotente y arrogante.

Cuando conducimos, el ego sale a flote y con nuestra actitud decimos «Yo tengo más derecho que tú y soy más importante». Esta actitud es la que hace que el tráfico se convierta en un enemigo personal y que todos los demás autos sean estorbos para llegar a nuestro destino, olvidando que dentro de un auto va otro ego igual de grande.

Aceleramos, avanzamos en sentido contrario, apresuramos a los demás, maldecimos cuando hay más autos circulando y nos quejamos. Y nos quejamos más. Y seguimos quejándonos.

Por supuesto, esta conducta no es exclusiva del conductor. La podemos ver en todos los aspectos de la vida, cuando alguien se siente amenazado y cuando tiene un poco de dinero o poder.

El ego toma posesión de la inteligencia. Borra de tajo la educación, humildad, generosidad, ética, modales y hasta la conciencia de que hay más seres humanos en el planeta.

Una persona montada en su ego es una persona horrible que es víctima de su propia ira, avaricia y apegos; incapaz de ver las necesidades y lugar de los demás. Esto afecta, sin remedio, a quienes lo rodean.

¿No sería más fácil la vida si el ego se mantuviera bajo control? Sin duda alguna.

Pero no todos están dispuestos a entenderlo.

Creo que el mejor ejercicio para detectar cuando el ego ha tomado el control, es estar atentos a nuestras reacciones. Cuando nos enojamos, hacemos berrinche o actuamos por capricho, son los indicadores más claros de que dejamos la razón de lado.

Sobre todo, cuando pasamos por encima de los demás para satisfacer nuestras necesidades.

Actuar con la razón como estandarte y con generosidad como arma, es la mejor  forma de derrotar a esa criatura llena de odio que es tu ego.