Esta mañana preparaba el desayuno cuando tocaron a la puerta.

Era un hombre viejo, con bigote y ojos amables. Lo reconocí porque lo he visto antes caminando por la calle. Vestía ropa cómoda y en su cabeza llevaba una gorra de algún equipo de futbol.

—Buenos días —dijo con una sonrisa.

Respondí tanto a la sonrisa como al saludo.

—Me he estado acordando de usted porque siempre veo que sale a correr. Aunque no lo he visto desde hace una semana —reclamó.

Le expliqué que he estado enfermo, pero prometí que tan pronto la tos se fuera, regresaría a mi entrenamiento. Como el hombre habló con tono tranquilo y sonriendo, no sentí desconfianza. Quizá curiosidad.

—En el periódico salió este suplemento para corredores —me extendió la revista para que la viera—. Trae información para que caliente mejor, haga estiramientos y el calendario de carreras de la ciudad. Estoy seguro de que le va a servir.

Tomé en mis manos la publicación, leí el título y mi sonrisa creció de oreja a oreja.

Le agradecí y le dije que me iba a ser de mucha utilidad. Le prometí que lo leería para aprender.

Comenzó a despedirse, estrechó mi mano y le pregunté su nombre:

— Raúl.

Y se fue. Cerré la puerta, dejé la revista en mi escritorio y continué preparando el desayuno. Por supuesto, estaba yo muy feliz.

Me di cuenta de que había sido objeto de un acto aleatorio de generosidad. Don Raúl no me conoce, no estamos relacionados de ninguna forma, pero aún así pensó en hacer algo bueno por alguien.

No lo esperaba y jamás imaginé que alguien se interesara por mi afición de correr.

Estas pequeñas acciones son las que restauran la confianza en la humanidad.

Podrán haber malas noticias, crisis mundial, políticos corruptos y personas malintencionadas; la amabilidad es parte de nuestra programación genética.

Cuando rompemos la barrera de la vergüenza y del ego para hacer  algo por los demás, construimos un mundo en el que vale la pena vivir.

Muchas gracias, Don Raúl.

¿Has sido objeto de un acto de generosidad aleatorio? ¿Has hecho alguno?