Una amiga corredora me hablaba sobre cómo el simple hecho de salir a correr se ha convertido en un espectáculo de micro poderes y vanidad; y se siente desilusión por ello.

Las carreras, que para mi son eventos donde intento vencer mis demonios internos, se han convertido en pasarelas donde la gente va a presumir sus tiempos, su ropa, sus gadgets y la unión y poder que transmite su grupo social.

Pero esto no es una sorpresa y tampoco es nuevo.

Ya sea una carrera, demostración de tupperware, reunión de contadores o congreso de diseño gráfico; la vanidad prevalece porque donde hay seres humanos siempre habrá competencia por ver quién es el mejor en lo que sea.

Si me lo preguntan, creo que este concurso de vanidad no escrito es más bien un despliegue del vacío que las personas cargamos por dentro.

Entre más vacío estés por dentro, más necesitas una marca de ropa/auto/perfume/gadget para ser.

Tener más y mejor que los demás es símbolo de estatus y de que estamos pendientes de la moda. Pero lo que en realidad pasa es que estamos demostrando lo débiles y susceptibles que somos a la manipulación mercadológica.

No me malinterpretes. No tiene nada de malo tener cosas que nos ayuden en la vida. Tampoco tiene nada de malo cuidar el cuerpo o pertenecer a un club que nos impulse a ser mejores. ¡Por el contrario! Estas son actividades virtuosas que nos llevan a una mejor vida. Gozar los frutos de nuestro trabajo es maravilloso.

El problema es que cuando estamos tan secos y vacíos por dentro, necesitamos juguetes que nos ayuden a tapar los huecos que nosotros mismos generamos.

La vanidad termina siendo un veneno que nos roba la identidad e incrementa el culto al ego. Nos transforma en criaturas frías con tendencia dañar a los demás.

¿De verdad estamos tan vacíos? ¿De verdad estamos tan solos?

Creo que la mejor manera de parar la vanidad es tomando consciencia de nuestro lugar en el universo y de la impermanencia de las cosas. No somos tan grandes ni tan maravillosos ni tan eternos.

Somos contenedores hechos de cruda materia que comienza a descomponerse desde que nacemos.

Pero en nuestras manos está llenar la materia con luz y virtud.

Viviendo con compasión y entendiendo que nadie está por encima de los demás.