Ayer fue un día largo para mi. Me desperté temprano como siempre, pero esta vez no hubo sesión de zazen o yoga. Tomé café con mi madre, luego preparé mi maleta para emprender el regreso a casa. Era el final de 4 días en la Ciudad de México donde participé en el Retiro Urbano de Otoño con @kidbuda y muchos amigos más.

Sin hacer largas despedidas, dije adiós a mi familia y me subí al autobús y me preparé para al menos 6 horas de viaje.

Este tiempo parecería una eternidad, todo un reto a la paciencia. Pero para mi no. Los viajes largos en autobús me gustan mucho y los disfruto porque no hay nada más que hacer más que estar quieto.

Mis ojos se llenan de un mundo que pasa rápido frente a mi, donde los colores se esfuman, donde la vida se congela 1 segundo y se va para siempre. Y cada segundo que pasa es igual.

Veo una muestra de lugares que nunca he pisado, pero que están llenas de historias, de amores, de decepciones, de risa, lágrimas y de mundos distintos al mío.

Pero para esos mundos, yo soy parte de un bloque de metal que transita rápido por la carretera. Nadie sabe quien soy. No tengo nombre. No tengo cuerpo y no existo.

Mi música no se escucha, soy sólo ruido de una máquina diesel.

Desaparezco en la inmovilidad que corre a 90 kilómetros por hora.

Ver las texturas, estar presente en la magia de la inercia y el peso de mi cuerpo contra el asiento, es fascinante.

Seis horas transcurren y soy otra persona. A la vez soy el mismo. Es una especie de viaje interdimensional que es definido por la palabra PRESENTE.