dragoncito

Este es un cuento basado en una idea que escuché de Max Landis, uno de mis guionistas de cine favoritos. Me parece que contiene una buena enseñanza, así que lo adapté para este blog.

Hace muchos años, en una tierra que el tiempo dejó atrás, había un joven llamado Jeddah. Era impetuoso y hacía las cosas sin pensar, como los muchachos de su edad.

Por las mañanas subía a la torre del centro del pueblo para mirar el vuelo de un dragón que pasaba siempre a la misma hora. Era una bestia maravillosa que montaba sobre las corrientes de aire que soplaban sobre la comarca. Sus alas eran como velas negras de un barco pirata. Su majestuosa cabeza testada solo era superada por las incrustaciones de diamante de su cola terminada en punta.

—Algún día he de montar ese dragón y volaré por los aires con él. Lo entrenaré para que juntos conquistemos el reino— decía con frecuencia a sus amigos.

Un día el viejo lunático que vivía en la plaza del poblado, lo escuchó y estalló en risa.

—¿Domar ese dragón? Su fuerza es como la vida: imparable. ¡No podrías ni acercarte!— se burló el anciano mientras se limpiaba una lágrima de risa.

Jeddah cerró los puños por la ira.

—¡Claro que sí! Lo atraparé y lo entrenaré para que me sea fiel— dijo el joven.

—Lo dudo. Ese dragón pasa volando a la misma hora porque va hacia su casa en el fondo del mar. Aunque lo atrapes, morirías.

Montado en cólera y soberbia, Jeddah hinchó el pecho.

—No solo lo domaré. Me será fiel y juntos mataremos a estúpidos como tú— afirmó.

El anciano rió más y se alejó cantando.

En los meses que siguieron, Jeddah ideó el plan perfecto para atrapar al dragón. Revisó todos los detalles, los memorizó. En su mente y hasta en sueños podía sentir en sus dedos las escamas de la bestia, que agachaba la cabeza ante su nuevo amo.

Diariamente hablaba de lo mismo y repasaba todas las alternativas en sus notas. Había dibujado diagramas, calculado todos los problemas potenciales. ¡Todo estaba a su favor!

Así que el día de la captura llegó. Jeddah fue hacia un peñasco por donde, desde lo alto, podría mirar al dragón volando sobre el valle. En silencio y agazapado detrás de un árbol, lo escuchó aletear.

Cuando el dragón se acercaba, el joven saltó hacia la bestia. Cayó justo en el lomo del animal, que sorprendido, se sacudió. Jeddah rápidamente ató una cuerda al rededor del cuello del dragón y a su propia cintura y comenzó a tirar. Durante algunos minutos la fiera se rebeló e intentó tirar a su jinete, pero el joven se había asido fuerte y no caía.

Al poco tiempo, el dragón se dio por vencido y comenzó a obedecer las órdenes de Jeddah. El chico estaba en éxtasis. ¡Había sido más fácil de lo que había pensado! Su mente comenzó a celebrar las mil victorias que le esperaban. Fortuna, poder, ¡mujeres! ¡Lo tenía todo!

El dragón volaba tranquilo, dejando atrás el valle y el pueblo. El océano se acercaba rápidamente.

Jeddah tiró las riendas para que el dragón virara. No hubo respuesta.

Tiró de nuevo. Una y otra vez.

El dragón no presentaba lucha ni oposición, sólo seguía su vuelo hacia el mar. No se alteró y ni siquiera parecía notar que traía un pasajero en el lomo.

El joven sintió algo que había olvidado sentir: miedo.

Cuando estaban ya sobre el mar, el dragón cayó en picada y se sumergió.

La bestia había regresado a casa y, pese a todos los intentos y planes, Jeddah murió ahogado.


Por más pretensiones y planes que tengas, a la vida no se le controla. Entre más nos resistamos a su marcha, solo encontraremos sufrimiento.

Lo único que podemos hacer es navegar a su ritmo, aceptar su paso y saborear la impermanencia de las cosas.

Todos moriremos. Esa es la única certeza del universo.

En nuestras manos está vivir para siempre en los resultados de nuestras acciones de compasión y generosidad.