Soy un entusiasta de la ciencia y tecnología. Me gusta mucho, disfruto leer sobre ellas y me parece apasionante cómo hemos avanzado para hacer que esta vida sea más cómoda.

Un hogar promedio de esta civilización occidental cuenta con servicios y comodidades que ni siquiera los faraones egipcios podían soñar. Ducha, estufa, hornos de microondas, televisión con control remoto (mando), cristal en las ventanas… ¡somos muy afortunados!

Y es que muchas de nuestros artilugios y herramientas tecnológicas son prótesis. Han sido diseñadas para mejorar o reemplazar funciones corporales. El martillo o el tenedor son prótesis de nuestras manos, por ejemplo. Los autos, las bicicletas son prótesis que mejoran nuestras piernas. La lavadora, la podadora o la batidora evita que cansemos las manos. Los binoculares, telescopios, microscopios o las gafas existen para mejorar nuestra pobre visión.

Vivimos por y para estas herramientas. Es es increíble contar con ellas. Imagina si no tuviéramos máscaras de oxígeno en los hospitales o sistemas de navegación en los aviones.

Tener acceso a todo ello ayuda a cultivar un sentimiento de bienestar y seguridad que no existía, digamos, hace 60 años. Nos sentimos bien, seguros y plenos con todo ello. Excepto por una herramienta en especial por la que generamos justo los sentimientos opuestos: el teléfono móvil.

El pequeño dispositivo que cargas en el bolsillo o en el portafolio es una gran herramienta, pero tenemos una relación espantosa con él.

Así como inventamos prótesis para otras funciones y órganos, el móvil es una prótesis para la mente. Sí, eso es correcto. Reemplaza nuestra mente con todo y capacidad de pensamiento crítico, habilidades sociales e imaginación.

Existen cientos de papers científicos explicando nuestro comportamiento frente a los móviles, así que me mantendré en el enfoque budista.

El teléfono móvil y toda su industria al rededor se especializan en explotar los puntos débiles de nuestra psicología, para en crear cientos de ilusiones. Éstas funcionan al mismo tiempo, dándonos sentimientos de conexión, de pertenencia, de importancia y, la mejor, de poder.

Tener un móvil de muchas capacidades transforma nuestra experiencia porque podemos tener acceso a más y más información. Podemos mirar la vida de los demás, llevar estadísticas de lo que comemos o los pasos que damos o las horas que meditamos.

Todo este conjunto de ilusiones apuntala de forma directa a la madre de todas las ilusiones: el ego (Anatta, en sánscrito).

Entre más ilusiones de conexión, de amistad y de control tenga el ego, más gordo y enorme crece, más adicto se vuelve… porque ya no tiene necesidad de pensar, de crear, de imaginar, de mirar a los ojos a las personas, o de imaginar.

Es mucho más fácil mirar la pantalla que esperar 10 segundos a la luz verde del semáforo. Es más cómodo responder textos que mirar a las personas en la mesa. Es más delicioso leer Tweeter que una novela.  Es más conveniente compartir un meme de «salven a las focas» que salir a luchar por las causas justas.

El móvil es nuestro refugio, nuestro lugar seguro.

Pero nuestro ser interno no es tonto. Sabe que le damos placebos todo el tiempo y nos pide calma, conexión real con las personas… pero no se la damos y cubrimos esa necesidad con más tiempo de teléfono. Esto crea un círculo que nos lleva cada vez más a dukkha, vivir en insatisfacción por completo.

No es que esté mal usar el teléfono y sus respectivas apps. Pero tenemos que buscar el punto medio.

El Buda nos dejó la Gran Vía, que también se le conoce como el Camino Medio. No podemos estar encadenados a nuestros excesos o a las ilusiones de la sociedad de consumo.

En algún punto hay que recobrar la consciencia y el control de nuestra tranquilidad. Y por paradójico que parezca, dejar de estar conectados y mirando una pantalla en la palma de nuestra mano, es el primer paso.

Soluciones hay muchas. Cada persona es responsable de cómo vive su tranquilidad.

Pero pasando un par de horas al día a solas, en silencio y sin móvil, funciona.