El aroma de café recién hecho y el ruido de decenas de viajeros desayunando creaban un espectáculo confortante en el hostal. Mientras mi vista ser perdía en la textura de mi avena con manzana, podía identificar varios idiomas: inglés de distintos acentos, francés, japonés y alemán. Personas de diferentes países esperando a que la niebla de la ciudad se aclarara para salir a caminar, tomar muchas selfies y regresar exhaustos en la noche.

Yo estaba solo en una mesa, comiendo despacio y pensando en la aventura que me esperaba al día siguiente, cuando fuera admitido en el monasterio C’han.

—¿Puedo sentarme aquí?— dijo alguien que se había parado frente a mi. Era un hombre de unos 55 años. Su barba larga y sus ojos melancólicos  me pedían permiso para compartir la mesa.

—Por supuesto— sonreí y lo invité con un gesto de mi mano.

Se sentó y comenzó a comer en silencio. Yo seguí concentrado en mi avena, sin estar seguro de iniciar una conversación. Quizá el hombre quería estar solo.

Luego de unos minutos me saludó, se presentó como Tim y me dijo de dónde venía.

—Mucho gusto, Tim— estreché su mano y también le di mi nombre.

Mientras comíamos me relató su historia. Había llegado a la ciudad siguiendo el rastro de su hijo, Marc, a quien no había visto en 30 años. Tenía todas sus esperanzas de hablar con él para poder iniciar una relación que la vida le había negado. En verdad quería pasar tiempo con su hijo y conocerlo. Pero cuando lo encontró solo pudo cenar con él, pasar un par de horas porque Marc estaba a unas horas de salir a trabajar por un año a Tailandia.

La búsqueda de 30 años había sido inútil y estaba profundamente triste. Yo lo podía notar en su mirada, en su postura y en el tipo de energía que lo rodeaba.

—Pero demasiado hablar de mi. ¿Qué te trae a la ciudad?— me preguntó.

Le dije que soy monje budista y que estaba en transición entre monasterios. Eso despertó su curiosidad y me pidió que le explicara un poco sobre budismo. Así que en unos minutos de di un mini-curso de lo más básico.

—He escuchado que ustedes creen que todo está conectado. ¿Tú crees que es verdad?

—Sí, es verdad. Esta existencia funciona con la Ley de Causa y Efecto. Es decir, todas las cosas, fenómenos y situaciones que hay tienen un origen, una razón de ser y producen un efecto en la tela que forma el multiverso.

Tim permaneció en silencio, masticando lentamente su desayuno.

—¿Crees que no poder estar con mi hijo sirva para algo?— preguntó con ojos al punto de las lágrimas.

—Por supuesto. Sé que no te hará sentir bien en este momento, pero gracias a lo que pasó con Marc ha hecho que estemos compartiendo esta mesa. Nos hemos conocido y no podía suceder de ninguna otra manera.

Siguió comiendo en silencio un momento más y luego comenzamos a charlar por un par de horas mientras bebíamos café.

Al final nos despedimos, intercambiamos direcciones de correo electrónico y no volví a saber de él… hasta hoy.

Gracias a nuestra charla, Tim encontró paz en la práctica de la meditación budista. Eso le dio paciencia y entereza para esperar a que las cosas sucedieran, como siempre en la vida. Marc regresó a su país y ahora Tim puede ver a su nieta una vez por semana.

La Vida es más grande y majestuosa de lo que imaginamos. Todo lo que hacemos, todo lo que pasa, nos guste o no, ayuda a que la vida misma siga adelante.

Mira lo que te rodea. Todo tiene un origen, una razón de ser y todo afecta el universo. Tú y yo estamos interconectados.