El camino del practicante de zen es siempre de aprendizaje y de introspección.

Cuando se sienta en zazen (a meditar), mira hacia adentro y deja que la mente proyecte los pensamientos que esta quiera. La tarea del practicante es sólo observar, sin juzgar ni comentar; y ver cómo estas imágenes e historias llegan y se van, como nubes flotando en el cielo azul.

Con el tiempo y la constancia, la mente se calma y la vorágine de pensamientos aun está ahí, pero su flujo es mucho más amable y lento; generando un espacio en blanco entre una imagen y otra.

Este vacío interno infinito sirve para entender que la vida de todos los seres está interconectada y que valores como compasión y generosidad son la medicina para los males que envenenan nuestras sociedades.

Así, cada mañana, el budista zen repite Las Cuatro Promesas. Tan sólo para tenerlas en claro:

Salvar a todos los seres conscientes, aunque sean incontables.

Acabar los autoengaños, aunque sean inagotables.

Percibir la realidad, aunque sea infinita.

Seguir el camino de la iluminación, aunque sea inalcanzable