Quien me conoce o ha tomado Mínima, sabrá que vengo de una familia altamente materialista, que se apoya en las posesiones y en la apariencia para afirmar su lugar en el universo.
A los ojos de mis parientes, la jeraquía de las personas depende de quien tiene el mejor auto, la casa más grande y los viajes más exóticos.
Como en toda familia de estas características, el físico debe ser tan espectacular como el auto que se maneje. No es que todos sean gente hermosa. Más bien son feos, pero gran parte de su orgullo proviene de la apariencia; misma que cuidan a niveles insanos.
Justo porque no son muy guapos que digamos, tienen que sacar jugo de otros atributos. Y el más explotado es la estatura. Todos parecen lucrar con el hecho de ser un par de centímetros más altos que los demás.
Mi padre era el más orgulloso por su estatura. Solía ser su presunción más grande y hasta su tema de charla recurrente. Desde mi infancia las frases más escuchadas fueron: «Soy taaaan alto», «Resaltamos entre los demás» o «Hasta en el supermercado destaco».
Al menos en el aspecto de auto estima, sus argumentos fueron de orgullo, banalidad y sueños de humo.
Hasta que un día mi padre envejeció.
Y con la vejez los huesos se contraen, siendo la estatura la primera víctima. Llegó el tiempo en que mi padre se percató de que hoy es 10 centímetros más pequeño.
Sus sueños de atlante terminaron, pero además, es uno más de los millones de viejos en el mundo. Uno más.
Cuando él me comentaba todo esto, con la tristeza que trae la realidad cuando uno la ignora, no pude evitar pensar en Shakiamuni*.
Al salir del palacio para conocer la vida fuera de su capullo de opulencia, el joven Siddhartha se encontró con 4 escenas que lo cambiaron para siempre. Vio un viejo, un enfermo, un funeral y a un asceta.
Se dio cuenta que todo en el universo envejece, enferma y muere; la verdad de la Impermanencia aplica para todo el cosmos. Nada puede escapar de ella.
Por supuesto la juventud y la belleza son el ejemplo clásico de la Impermanencia. No importa cuánto tratemos de mantenerlos, algún día terminarán y no regresan nunca más.
Cuando evadimos esta verdad, estamos asegurando mucho sufrimiento. En el futuro, todos nos veremos arrugados, con canas y con dificultad para caminar.
Existe una industria inmensa que lucra con nuestra urgencia por evadir la Impermanencia. Nos impone la necesidad de pintar el exterior con gruesas capas de pintura que se resquebraja y que tampoco dura. Sacrificamos la salud y nos hacemos daño con tal de ocultar las arrugas.
Matamos por mantener la vanidad antes que el ser.
Sabiendo todo esto… ¿porqué no envejecer con dignidad?
Cada cana, cada arruga y cada achaque son un trofeo que marca nuestra victoria sobre las experiencias de la vida.
El paso del tiempo nos da sabiduría, termina con el ímpetu y da paso a la serenidad.
Quizá no entendemos que al terminar la belleza, inicia la grandeza.
*Shakyamuni: Siddhartha Gautama, el Buda histórico.