Cuando volteo al pasado y miro mi vida antes del minimalismo pienso lo mucho que desperdicié. No tanto en dinero o espacio, sino en salud y tranquilidad.
¡Se me fueron tantos años preocupado por tener cosas! Vivía enganchado a ser el primero en todo. Quería el primer gadget, la mejor computadora (ordenador) del momento, visitar el mejor restaurante de la ciudad, ser el primero en el estreno de la película de moda y hasta ser el pionero en probar el nuevo sabor de helado.
En el medio donde me desenvolvía, era de ganadores comprar los últimos cómics, música, películas y videojuegos. Me daba estatus sobre la manada el llegar desvelado a la oficina presumiendo que había ido a 3 bares o que había ido a una premiere de alguna basura de Hollywood.
Y yo trabajaba y trabajaba para mantener un estilo de vida que me tenía al borde de un ataque de nervios y me costaba la salud. Dormía poco, comía la comida de los ganadores: alta en calorías, carbohidratos y pobre en nutrición.
En fin. Hacía todo lo que un hombre exitoso entre los 25 y 30 debía hacer. Gastar el dinero como si no hubiera un mañana y, en el proceso, llenaba mi casa de basura coleccionable.
Por supuesto, como budista no puedo decir que haya sido tiempo desperdiciado y mucho menos que todo eso no sirvió de nada.
Por el contrario.
Me sirvió para llegar a este momento en la vida y poder maravillarme con la magia y el júbilo que trae vivir con poco.
Luego de un proceso largo y lleno de obstáculos, comencé a reducir todo lo que pude en mi vida. Llegar a comprender las 4 R’s del minimalismo nunca fue tarea fácil, pero el mensaje comenzó a hacerse claro poco a poco.
Y todo comenzó cuando lo cuestioné todo. ¿Para qué una nueva computadora si la que tengo me da muy buen servicio? ¿Para qué más libros, si tengo al menos 20 que no he tocado? ¿De verdad necesito dejar de dormir por ver algo en el cine?
¿Por qué toda esta colección de basura me estresa tanto?
Poco a poco dejé de comprar lo que no necesitaba. Luego seguí tirando y regalando lo que estorbaba en casa.
Justo ahí es cuando la magia del minimalismo comenzó a manifestarse. Llegó la tranquilidad. Comencé a no estar tenso por hacer lo que el grupo social esperaba de mi. Mi casa empezó a reflejar hermosos espacios vacíos y muros blancos. El reducir mis salidas a los lugares de moda me dejaba tiempo para leer, para salir a correr, dormir y, lo más importante, sentarme a meditar. Eso redituó en tomar el budismo mucho más en serio de lo que lo había hecho. Y el resto es historia.
Lo que es un hecho es que el minimalismo tiene una magia intrínseca que sólo pocos atrevidos experimentan. Y no me creas a mi, cientos de blogueros y escritores coinciden. Ser minimalista reduce el estrés, lleva a una vida mucho más tranquila y deja espacios abiertos para contemplar y respirar.
Pero ser minimalistas en un universo que nos presiona a tener basura y a tirar el dinero, no es fácil. De hecho, es virtualmente imposible porque la mercadotecnia nos vende la fantasía de que sólo seremos felices si cargamos todo eso en la espalda.
Se necesita un espíritu con la suficiente curiosidad como para comenzar a documentarse y experimentar.
Y poco a poco dar el primer paso hacia la liberación.