Todas las tormentas que hunden nuestras naves con las olas más devastadoras están formadas de las cosas que deseamos, de la lujuria y del consumo desmedido. Una vez que abrimos la puerta a la avaricia, es muy difícil cerrarlas. Somos adictos a tenerlo todo de inmediato y a navegar en círculos alrededor de objetivos ficticios.
Las nubes negras que lo cubren todo son las aversiones, los miedos, el odio y las divisiones que ponemos entre nosotros. Cada muralla, cada opinión a la que nos abrazamos contribuye a que la tormenta se vuelva aún más monstruosa.
Y no para. Nunca para. Vamos de puerto en puerto buscando la tranquilidad, lo que sea que nos haga felices. Pero todos los puertos están hechos de lo mismo. Nos ofrecen espejismos que al final son más caros de lo que imaginábamos.
Somos profesionales en movernos de un lugar a otro, en poner metas y salir disparados hacia ellas.
Pero cuando nos sentamos en silencio contemplando todo lo que hay y sintiendo la respiración, es posible llegar aun muelle seguro. Es un lugar en donde la calma no está en lo aparente, sin dentro de nosotros. Y es profunda. Es perfecta.
Aquí abajo no hay nada qué temer. No hay lugar al que llegar, pues ya estamos donde necesitamos estar. No hay prisas ni urgencias; el tiempo deja de ser importante. No hay odio, barreras ni opiniones qué proteger.
Vemos pasar los pensamientos como si fueran peces. Vienen, se acercan, se van.
Aquí en la profundidad no hay tormentas.
Solo silencio.