Con una sonrisa que ocultaba su pesar, mi maestro me abrazó y dijo:
—Nos despedimos aunque nunca estamos separados. Estos días de entrenamiento han retado toda tu entereza y conocimientos. Me parece que no estás tan mal, cabeza de melón.
Hice una profunda reverencia y cada uno siguió su camino.
Con una pesada mochila me hice paso en una ciudad que no conocía. Caminé horas hasta llegar al siguiente templo en mi peregrinación, donde pasé tiempo con compañeros monjes de la tradición Chan.
Dharma. Zazen. Aprendizaje. Buda. Amitofo.
Al decir adiós, los compañeros me bañaron en sonrisas, regalos y reverencias.
Luego de muchos días entrenando, era hora de volver.
Así que estoy de vuelta y sigo igual que siempre.
No soy nada. No soy nadie. Pero cada día estoy para servir a los seres vivos.