Una de nuestras características como especie es que siempre queremos tener la razón y que las cosas salgan como las imaginamos. Cuando la vida nos demuestra que es más grande que nosotros y nos abofetea con la verdad de que no controlamos absolutamente nada; entonces hay dukkha.

Buscamos solo abrazarnos a las cosas agradables de la vida, y olvidamos que lo incómodo, el conflicto y lo difícil; también son parte del mismo paquete. No lo podemos dividir y separar en solo lo que nos gusta. Si hacemos esto, nos estamos invalidando para luego ver las oportunidades de crecimiento que trae esta existencia.

Y al enfrentar el conflicto, la mente no para de producir fealdad relacionada con el ego. ME pasa esto a MI. ME hacen esto a MI. Cómo sufro YO. Nuestro software de representación de la realidad se centra solo en lo negativo y es muy difícil de soltar.

Es cierto que nuestra práctica apreciamos la realidad. Lo hacemos sin reservas y con todo lo que implica. Y el conflicto, todo lo que no nos gusta de la vida y que nos produce dukkha, es parte de lo hermoso y sutil de la vida. Por supuesto, todos buscamos lo agradable y bonito, pero nos hace falta ver la otra cara del conflicto.

Siempre que hay tormenta, la pasamos mal. Llueve, se caen árboles, hay inundaciones y puede que hasta haya pérdida humana. Sin embargo, la tormenta es necesaria para la vida. La tierra se remueve, haciendo posible la vida y nuestra alimentación. Se limpia el cielo, se rellenan los mantos acuíferos, los ríos crecen y renuevan su caudal y muchas más bendiciones.

Las tormentas son Buda.

Las tormentas personales también lo son.

El Buda no es catástrofe. Es equilibrio, es ecuanimidad y permitir que la vida sea.

Cuando haya sentimientos feos por las cosas que pasan, solo hay que regresar a los libros de historia. Veremos que después de cada conflicto, hay progreso.

Hay que ir a los libros de geología, para aprender que luego de terremoto o volcán, la tierra se reacomoda y florece.

Hay que escuchar a Miles Davies. Luego de un largo solo caótico, llega la calma y la armonía que solo él podía crear en su obra.

Al ver nuestra propia experiencia, hay que recordar lo mucho que hemos florecido luego de la oscuridad.

Y claro, leer escrituras budistas ayuda. En el Sermón del Fuego, Shakya-sama nos dice:

El oído está ardiendo…, la nariz está ardiendo…, la lengua está ardiendo…, el cuerpo está ardiendo…, la mente está ardiendo, las ideas están ardiendo, la conciencia de la mente está ardiendo, el contacto de la mente está ardiendo; también toda sensación placentera o penosa, y la que no es ni placentera ni penosa que depende de la mente como su condición indispensable, está ardiendo. ¿Ardiendo con qué? Ardiendo con el fuego de la codicia, con el fuego de la animadversión, con el fuego de la falsa ilusión; ardiendo con el nacimiento, la vejez y la muerte; con las penas, lamentaciones, dolores, con la angustia y desesperación.

Monjes, viendo esto, el bien instruido noble discípulo experimenta desapego hacia el ojo, hacia las formas, hacia la consciencia del ojo, hacia el contacto del ojo y hacia toda la sensación placentera o penosa, y hacia la que no es ni placentera ni penosa que depende del ojo como su condición indispensable. Experimenta desapego hacia el oído…, hacia la nariz…, hacia la lengua…, hacia el cuerpo…, hacia la mente, hacia las ideas, hacia la consciencia de la mente, hacia el contacto de la mente y hacia toda sensación placentera o penosa, y hacia la que no es ni placentera ni penosa que depende de la mente como su condición indispensable.

Experimentando desapego se vuelve desapasionado. Mediante el desapasionamiento, su mente se libera. Alcanzada esta libertad, aparece en él el conocimiento de que está liberado. Entonces entiende: el nacimiento está destruido, la vida santa ha sido realizada, la tarea ha culminado. No queda nada más por delante.

En el conflicto vive el Buda. Pero también en nuestro entrenamiento para aprender que nuestros pensamientos son solo nubes al viento.

Ahí vive el Buda.