Hay una frase que siempre ha inspirado mi práctica: «el mundo es una sola flor». Proviene del Maestro Zen coreano Mangong, quien la escribió tras saber sobre la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Esta expresión es la idea religiosa de que el universo, con toda su diversidad, es en realidad una única entidad interconectada, donde cada parte es una manifestación del todo. Sí, todo el cosmos es Buda.
En la práctica Zen, esta frase puede entenderse de dos maneras complementarias. Primero, que todo el universo es una única entidad, y segundo, que cada ser o cosa individual contiene en sí mismo la totalidad del universo. Es un principio que estudiamos en todas las escuelas del Mahayana. Nos recuerda que no estamos separados del mundo, sino profundamente interconectados con cada aspecto de él.
Así como las flores, todos los seres nacemos, vivimos y eventualmente morimos, solo para retornar al ciclo de la existencia. Es la danza natural de la vida-muerte.
La práctica Zen nos enseña que la vida no es algo fijo o estático. Somos nubes y estamos en constante cambio, sin una forma definida. Aunque pongamos resistencia, vamos hacia donde nos mueve le viento y luego nos convertimos en lluvia, para comenzar de nuevo.
Intentar contener la vida o aferrarnos a un ideal es como intentar atrapar el viento: perdemos la vitalidad del momento presente. Entender que «el mundo es una sola flor» nos lleva a actuar con compasión y respeto, reconociendo que cada ser y cada momento es una manifestación del universo entero. Esta comprensión es el primer paso hacia una vida más plena y conectada, donde cada instante es una oportunidad para despertar a la unidad fundamental de toda existencia.