Advertencia: Este post es muy personal.
En dos semanas la vida cambiará para mi. ¿O seguirá igual?
Pronunciaré las palabras que dedicarán el resto de mi vida a respirar y a transmitir el dharma a todos los seres que quieran escuchar.
Viviré por los 16 preceptos del bodhisattva, sin tener ningún objetivo ni pretención en mente.
Vestiré el kimono blanco, el koromo negro y me cubrirá el universo cosido a mano; el campo de arroz que trae la vida; las piezas del rompecabezas que uní con mis torpes dedos simiescos. La kasaya será parte de mi cotidiano y será mi obligación usarla con dignidad y respeto, a pesar de ser sólo un pedazo de tela sin valor para nadie.
Afeitaré mi cabeza, soltando toda la presunción que caracteriza a la cabellera. Sí, ya sé que me veré como el Tío Lucas, pero si eso hace sonreír a la gente, todos ganamos.
Me convertiré en un niño de nuevo. Aprenderé a hablar, a vestir, a comer y a moverme.
Diré adiós a la cultura familiar, a los pocos apegos que me quedan y a todo lo que nuble mi juicio.
Suena tan, pero tan difícil.
Ver la realidad, aunque la realidad no tiene límites; dice una de las cuatro promesas.
Y todo para dedicar mi vida al servicio y beneficio de todos los seres vivos.
El camino delante de mi se ve arduo. Es una cuesta hacia arriba que tomo de forma voluntaria.
La lista de libros por leer es enorme. Practicar zazen será aun más importante de lo que es ahora.
Pero quiero hacerlo. Era el sueño de la infancia y ahora es lo correcto.
Ser monje zen me cambiará.
Pero a la vez, seré el mismo tipo que lee cómics, que disfruta de ver películas y escuchar música de todo el mundo, que devora libros de fantasía épica y ciencia ficción, que diseña para los clientes, que escribe (mal) y que cocina.
La vida cambiará, aunque no cambiará nada en realidad. Es la eterna dualidad que trae el budismo zen.
Estas dos semanas escribiré poco.
Gracias por entender.