Nunca pensé llegar a este punto. Una parte de mi pregunta si fue realidad o ilusión lo que sucedió. Pero luego miro mi pequeño altar y veo que ha crecido. Siento el cansancio en todo mi cuerpo y sonrío sabiendo que esto es todo real.

Cuando era niño, mis juegos y fantasías estaban llenos de robots, batallas espaciales, lucha del bien contra el mal y caballeros Jedi salvando el día. Los Jedi eran unos personajes misteriosos dedicados a la disciplina, las artes marciales y algo más. No sabía que era ese «algo más», pero mi imaginación se expandía por el misticismo y la sabiduría de los Jedi.

En la adolescencia, cuando mi Sensei de karate-do me hablaba de Bodhidharma y sus aventuras. De inmediato me sentí atraído por las enseñanzas del Primer Patriarca. Había algo en su historia, en su determinación, que resonaba en lo más profundo de mi ser. Descubrí que la inspiración para los Jedi eran los monjes budistas de la antigüedad.

La existencia de algo llamado budismo y alguien llamado Buda me inspiraron para comenzar a aprender más.

Comencé mi camino en el Zen hace muchos años, en solitario. No tenía un maestro, ni compañeros de práctica. Solo había la certeza en mi corazón de que el Buda tenía algo para mí. No sabía qué era, ni cómo encontrarlo, pero la sensación era clara, inamovible.

Un buen día, me senté en Zazen. Como pude, aprendí lo poco que encontraba sobre el Dharma, practiqué, y nunca me detuve. Al principio, era solo yo, sentado en silencio, como el loco de la familia, el loco de la calle. Pero, con el correr de los años, llegó una persona. Luego éramos tres, y muy despacio, el grupo creció.

Con el tiempo, recibí la ordenación de un viejo sabio del Soto Zen. Decidí consagrar mi vida a ayudar a todos los seres vivos. Parte de mi misión se convirtió en preservar y difundir el Zen. Comencé a enseñar budismo y meditación. Y aquel loco solitario, el que se sentaba en silencio sin razón aparente, estaba ahora rodeado de personas que, por alguna razón, llegaban. Muchos se fueron. Pocos se quedaron. Pero aquellos que permanecieron se convirtieron en algo más que estudiantes: se convirtieron en mi familia.

Hoy, ustedes pueden cubrirse con el manto del Buda, envueltos en su compasión y sabiduría. El rakusu que llevan sobre sus hombros no es solo un pedazo de tela. Es la manifestación de su compromiso con el camino, con la vida, con la práctica. Es un símbolo de nuestra interconexión, de la enseñanza que fluye desde los antiguos Patriarcas y Matriarcas del Zen hasta ustedes.

A veces me gusta ver el rakusu como un delantal de mesero. Cuando nos lo ponemos, nos recordamos que debemos servir a la vida. Y como meseros, está en nuestras manos que los seres vivos estén bien atendidos y que no les falte nada.

¿Cómo será la vida a partir de hoy? Igual que siempre. Nada cambia. Pero todo cambia.

Han recibido un nuevo nombre, un renacimiento en el camino del bodhisattva. Es un cuaderno nuevo y en blanco para escribir una nueva historia. Es un regalo que da la oportunidad de vivir con mayor conciencia, de llevar la Triple Gema a cada acción cotidiana. Es un corazón recién nacido, listo para latir con más apertura, dulzura y compasión.

Aunque parezca que hay muchos kilómetros de distancia entre nosotros, en realidad eso es solo una ilusión. Ahora son parte de una familia más grande, tejida con los hilos del Dharma. Busquen siempre estar unidos, ayudándose mutuamente y caminando juntos. Compartimos el mismo templo llamado vida, y nos guía la misma Luz Dorada de Amida Buda, recordándonos que nunca estamos solos.

El camino continúa. Nos esperan más desafíos, más preguntas, más aprendizajes. Pero juntos seguimos adelante.

Nunca nos rendimos, no dejamos a nadie atrás.

Gracias por su esfuerzo y dedicación. Gracias por no dejarme solo en esta aventura.