No importa cuál sea tu filosofía de vida o tu religión, todos compartimos el mismo dios. Es un dios celoso, iracundo y seductor; que cuando toca nuestro corazón, es virtualmente imposible sacarlo.

Está lleno de promesas de felicidad, que hace pactos secretos para que dejemos de progresar y de crecer como seres.

El Dios Comodidad tiene muchos altares en cada casa. Está vivo y disponible en cada rincón. Ha evitado que vayas a rentar un video, que acudas a la biblioteca y que cocines tu propia comida.

De vez en cuando no está mal adorarlo, pero nos hemos hecho perezosos porque su seducción desactiva la inteligencia.

Y en el mundo post-pandemia, su reino es aún más poderoso porque ahora evitamos acudir físicamente a reuniones (o Zazenkai) por que Zoom es más conveniente.

El Dios Comodidad es más grande que nunca y debemos desarrollar consciencia plena para poder verlo, para que sea nuestro sirviente y no al revés.

Uno de mis comentarios recurrentes sobre el Budismo Zen es que, aunque nos llena de paz y compasión, es una filosofía muy difícil. Requiere valentía, determinación y ganas de hacer las cosas. Definitivo, los beneficios del Zen no llegan a un corazón perezoso, sino a aquellos que están dispuestos a empujar los límites, aunque sea un poco.

Se requiere leer más libros, acudir a Zazenkai, estar con tu maestro y practicar Zazen todos los días, a pesar de que el Dios Comodidad te pida horas en Netflix.

Cuando tomamos refugio en la Triple Joya, no estamos abandonando nuestro intelecto para que un amigo imaginario conduzca el autobús de nuestra vida. Al tomar refugio estamos haciendo el compromiso de tomar el control de nuestra propia felicidad, de las emociones y los pensamientos.

Pero hay que trabajar por ello. Si permitimos que el Dios Comodidad mande, entramos a este espiral de premio-castigo del cual es muy difícil salir.

Entonces, si quieres que el budismo funcione en tu vida y que sea posible salir del sufrimiento, esfuérzate un poco.