Había una vez un monje que estaba sentado en Zazen en medio de la ciudad. Los autos y el ruido que lo rodeaba era muy fuerte, pero esto no interrumpía su práctica de Shikantaza.

Luego de un par de días de estar en Zazen profundo, el ego, el cuerpo y el discurso de la mente se callaron. Ya no había más monje, calor, ruido; solo había Amida Buda.

En la perfección de la Luz Dorada vio cómo pequeños cuadros de papeles de colores caían del cielo, rodeándolo. Algunos de ellos cayeron encima de él. Incluso uno de ellos tocó su nariz. Estaban en sus hombros, en sus muslos y en su mudra.

Como en ese momento no había nada más que aceptación y vacuidad, no cuestionó la experiencia. Solo contempló con curiosidad los cuadritos de papel. Había de diferentes texturas y algunos un poco más grandes, otros más pequeños. Unos instantes después, sintió que cada papel tenía algo escrito. Aunque en la vacuidad no hay idiomas que se puedan usar, supo que eran nombres.

Era una experiencia nueva por completo. Estaban él, los papeles y la Luz Dorada como un solo ser.

Cuando aceptó y soltó todo lo que estaba pasando, entonces uno de los papeles se dobló por la mitad y luego regresó a su forma. Una vez más. Y otra para levantar el vuelo y revolotear. Luego otro cuadro hizo lo mismo, luego otro y de pronto todos eran mariposas volando en patrones aleatorios, pero a su alrededor.

Algunos se posaban en su cabeza. Unos más en los hombros. Algunos regresaban a su mudra y otros caminaban cerca, para volar una vez más.

De pronto, en el corazón del monje, se escuchó la voz de un viejo buda.

Cada mariposa es un nombre y una historia que necesita ser escuchada. Algunas necesitan ayuda, otras llegan por curiosidad. Son hermosas y dignas de admiración. Hay que recibirlas con gratitud y hacer lo mejor que podamos para que estén bien, seguras y felices. Todas, sin excepción, son una bendición, un milagro por suceder.

Los maestros estamos siempre rodeados de ellas, pero ninguna se queda.

Nuestro trabajo es apuntar la dirección en donde está el Dharma y ellas vuelan hacia él. O no. Soltarlas sin mirar atrás y sin aferrarse a los sentimientos, es nuestra vía.

No tengas miedo de despedirte.

La Luz de Amida lo cubrió todo de nuevo y el monje regresó a escuchar el ruido de la ciudad.

Agradeció con manos juntas por toda la enseñanza, la soltó y continuó el día.