Cada vez que me siento en el pabellón vacío y reflexiono,
Día tras día, no hay fin a las alegrías del otoño.
Gotas de rocío en crisantemos amarillos hacen florecer el jade,
Pinos y arces compiten en carmesí y verde.
En el viento fuerte, las castañas rompen sus pieles espinosas,
Mientras cae la escarcha, los insectos también se silencian al fin.
Quizás solo yo pueda comprender estas cosas,
¡Qué difícil es para un maestro compartir tal conocimiento!
— Patriarca Heoeung Dang del Budismo Seon. Corea, 1515–1565.
En el hemisferio norte es ahora otoño. Veo cómo los colores del mundo cambian. Poco a poco y sin prisa.
Una tarde, saliendo de una sesión de entrenamiento en un templo, mi compañera monja me dijo: Momijigari (contemplar las hojas rojas). Se sentó en una banca de un parque y guardó silencio. Estuvimos ahí sin decir nada hasta que oscureció.
Recordé este poema zen del Maestro Heoeung Dang que retrata la belleza serena del otoño, un momento en que la naturaleza nos habla en un lenguaje que trasciende las palabras.
Así es también el Dharma. A veces, su verdadera esencia no puede ser capturada en discursos o explicaciones. Solo podemos atisbar su profundidad a través de la contemplación silenciosa, como al observar el rocío en los crisantemos o el color cambiante de los arces.
Sin embargo, necesitamos la guía de un maestro que señale el camino, como un poema zen, que nos ayude a ver lo que no podemos percibir por nosotros mismos. Pero esta tarea no es sencilla; a veces, lo que debe transmitirse no se puede decir, y el maestro enfrenta el desafío de comunicar con su presencia lo que las palabras no alcanzan.
En esa quietud compartida y observación plena, radica la verdadera enseñanza. Las castañas abren sus pieles espinosas y los insectos caen en quietud, mostrando que a veces el silencio es la respuesta más clara.